jueves, 28 de febrero de 2008

Sin nombre


Por volver dejaría una parte de este fuego
la última sensación
y el primer aliento
Podría olvidarme de todo
y aun así no perder
Dos lunas, una era negra. ¿Sabes? Negra como el carbón con el que intento escribir lo que queda.
Tenía una energía, la voracidad de mil lobos y todo lo que podría faltarme.
Y ya sé que no está, que no estás pero podría todavía despojarme de lo que se te antojara.
Era así de tanto, no podrías verlo, no tienes los ojos.
Yo los tuvé.
La luz que supongo Dios vió en el tiempo de la creación, el infierno que ni él imaginó.
Todo es poco.
Lo suficiente es una medida vana, ya lo sabrás.
Yo estuvé ahí y no lo pude creer.
Mucho menos detener, contener, retener.
Se fue como un sol, y esa luz.
En mis rodillas, tuve que rendirme ante su fuerza.
Rogar por un poco de su carne, por un caliz, una tinaja, un sorbo del agua recogida en sus manos me hubiera bastado.
No encontré palabras humanas capaces de hablarle, su idioma era celeste, el mío demasiado humano.
Y entonces me dolió, dolió mi cuerpo, mi lengua. Mi humanidad me dolía, tan cruelmente humana.
La luna se hizo dos y yo quedé ahí.
No habría feminidad, ni monte, ni caballo que el verde río consumiera.
La tierra era santa y sin yermo espacio era todo flor.
Sin ceder un pie, lo enfrenté.
Que entendía podría culminar y aun así seguir, tirar, no respirar, remar, luchar a contra corriente en un río demasiado espeso.
No lo dejaría irse, aun cuando mis brazos fueran los de una niña y los suyos los de un gigante en una barca.
Sin canción, le canté y le grité y le lloré.
¿Qué más podía hacer?
Y se fue.
Y yo me quedé por si algún día decidía regresar.
Aquí me encontrarás, aquí me quedé.
La lengua dormida y los ojos bizarramente abiertos, intentado capturar una luz que jamás fue mía.